Y la verdad, la verdad es que no me enamoraste. Me enamoraron tus “a”, porque las escribes perfecto, porque las dibujas insolente, porque las lees apasionadas.
No sé quien sos, pero te leo. Te leo y te conozco de memoria. Porque estás ahí, escrito entre las “a” y las “h”. Esa caligrafía tan humana, tan perfecta, tan deliciosa. Puedo sentir sus manos en esa “a”, puedo sentirte sufriendola.
Estás escupiendo tu abecedario, te estás vaciando de principio y pareciera que no tienes fin. Y yo, voy ahí, a mendigar un poco de tus “a”, a suplicarte sentirte sufrirlas. Sigo arrodillada ante tus “a”, admirando ese “que se yo” que brilla en el lado izquierdo de tus pupilas, arriba de tu corazón.
Y te leo. Entre tus notas estoy perdida, no hay calles, sólo letras ¡LETRAS! ¡LETRAS! ¡LETRAS! ¿Podrías parar de parir “a”? ¿Podrías dejar de irradiar el dolor? Ese maldito y suave abecedario. Vos, maldito abecedario de lo que no sé.
Me siento débil, frágil. Absorbes mi tinta gris, la única materia con la que se trabajar. Sorbete en espiral, retuerces mi gris. Te bebes lo único que me salva. Vas formando a tus guerrilleros letrados en gris. Arma mortal para la pobre. La pobre tonta que te dejó entrar y ahora se queda sin su materia gris.
Me enamoro de tus “a”. Me enamoro de tu gris. Me enamoro de tu desorden. Me enamoro de tu debilidad, porque me necesitas. Soy tu material gris. Soy tu fábrica proveedora. La madre de tu abecedario. Ese abecedario al que nunca entiendo, (gris que desconozco) ese abecedario que me castiga, ese. Me enamoro de lo que me lastima, de esos guerrilleros grises, que nacieron de mi amor y se alimentaron de tu dolor.
Me enamoro de tus “a”. Me enamoro porque ya no tengo materia gris.
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