La nada se filtra; está entrando por cada rincón. El gato duerme, no se da cuenta de que está siendo invadido por el tentador, seductor, casi dulce, veneno de la nada. El enorme batallón de minúsculos soldaditos, corre sin que nadie se percate de la invasión. Se esconden en los rincones: bajo la heladera, tras la foto de José y María, que se sonríen tiernamente, escondiendo tras de sí al macabro enemigo; se esconden bajo las almohadas, ansiosos por inundar a la victima, llenarla de ellos; se cuelan; se escabullen por los orificios, por los poros de la piel, ya ni siquiera se puede confiar en que esta los detenga. Van entrando. El cuerpo se va llenado..
Se siguen filtrando, nada sucede.
Aquel desdichado ni siquiera se da cuenta de su propia muerte, se empeña en sonreír, está encaprichado en sentir algo, y aunque se da cuenta de que es imposible, el tonto culpa de todo al estrés, quizá al trabajo, hasta llega a creer que la discusión de la noche anterior con su mujer es la culpable.
El muy estúpido sigue andando, ya casi está muerto, su cuerpo no emite calor, ya no existen las sonrisas, ya no recuerda lo que es llorar, sólo tiene un vago recuerdo del mes anterior cuando discutió con su mujer, esa fue la última vez que lloró.
Pobre crédulo, piensa que todavía sigue vivo.
La nada ya lo ha dominado, ahora es dueña y señora de su cuerpo, ya no se puede hacer nada; el insomnio lo tortura, Y él sigue preguntando: ¿por qué?. Ve pasar su vida, como un pobre y gastado tren, que cada vez viaja mas desolado; que repite una y otra vez los mismos rieles es busca de una inocente desviación.
Y el infeliz intenta seguir sonriendo, ¿acaso no se da cuenta de que es una causa perdida?, pero pobre, sólo intenta sentirse vivo, se aferra a ese complicado deseo, trata de no sentirse tan vencido.
Se levanta un día, con la ilusión de un transcurrir menos normal, se viste con esa chispa de ingenuidad en su cara; desayuna creyendo que quizá hoy el tren pueda desviarse.
Sale a la calle y las encuentra, ahí están, sentadas en la parte trasera de su auto, ansiosas por mostrarle el camino; ellas sonríen tiernamente, como si fueran amigos ancestrales.
Él sube al auto y pregunta con esperanza:
-¿A dónde vamos hoy?-
-A donde siempre cariño-contestan.
Y en ese momento lo recuerda.
Aquella noche que peleó con su mujer, ella le reprochaba algo, sus palabras ahora sonaban demasiado claras: “Esa, esa. Vete. Andate con ESA ¿Desde cuándo estas con ella?”; y ahí estaba él, sintiéndose culpable de no sentir nada, poniendo su mejor cara de mentira, masticando sus más crueles palabras de macho, tomándose la cabeza con las manos tratando de parecer desesperado , sentado en el borde de la cama donde aquella noche “Esa” traspiró, gimió, durmió.
Recordaba cuando le abrió la puerta de su casa, y “Esa” vestida de rojo entró, sintiéndose vencedora. Fue ahí. En ese momento exacto. Él permitió que ellos entraran, él rasgó las paredes para que ellos avanzaran, él les ofreció sus sábanas para que las inundaran, él les abrió paso esa noche. Aquella noche, detrás de “Esa” entraron el tropel de soldaditos de la nada.
Ahora lo recuerda, y está ahí, conduciendo en busca de otro tropel, va en busca de un nuevo ejército al cual transportar con los demás. Él mismo va a buscarlos, los traerá ese contenedor tan llamativo y vestido de rojo, al que es adicto desde aquella noche. Sólo eso es lo que “Esa” puede darle ahora: mas NADA. Es que aquella noche el firmó el convenio y no leyó la letra chica: “Satisfacción a corto plazo”, ahora es inútil reclamar.
Y él, insomne, ciego, carente, sólo conduce, ya le falta poco para llegar, casi cinco cuadras y de nuevo estará en frente del cartel que grita: “Distribuidor municipal de soledades”, o prostíbulo.
Ya llegaron, entonces ellas ríen, saben que él está en sus manos, después de todo son ellas las que comandan el ejército. Rutina y soledad.
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