martes, 5 de julio de 2011

El paraíso de las paredes caídas.

          Es verdad. Todo está por caerse y es que el tiempo corroe, la naturaleza cala profundo y la vida desgasta. Se podría decir que tuvo una vida bastante buena, se podría, como cual loco conversa con un árbol, se podría decirle a esta suerte de lugar que tuvo una vida (valga la ironía) “movidita”. No creo que lo sepa, tampoco lo sabrá, no existe esa suerte de loco para esta situación. No lo supo, tal vez porque no son nada más que cuatro melancólicas paredes y un piso bastardo. Sin techo, eso nunca, porque el cielo es innegable, y el aire libre, el cáliz de adictiva falsa libertad.
           Una murallita que da hacia la calle, se encarga de espiar a lo jovencitos que tomados de la mano exploran los primeros albores de una especie de amor, ellos, por su parte parecen demasiado convencidos de que eso que sienten es amor. Esos ojos, ese brillo. ¿Se puede ver ese brillo si no es amor? Pero la murallita está rígida, sólo mira en una dirección: al frente. Seguramente no mide más de 1,50 metros de altura, por 0,40 de espesor, con rejas que alguna vez fueron blancas. La oxidación, fenómeno natural, dijo presente; ahora es una suerte de matices que se balancean entre el blanco y cobre. La cara que mira hacia afuera es salmón, prolija, normal, quieta, aburrida, perfecta. Es lo mismo. De adentro puedes ver de acuerdo a como mires. Las paredes están descascaradas, caídas de a pedazos uniformes, desprolijos, impredecibles, perfectos. Es lo mismo.
          Es igual para todas las demás murallitas, todas perfectas, aburridas por fuera; todas irregulares, todas perfectas por dentro. Montañas de humedad, materializadas en color negro, creo que es humedad. Montañas que nunca terminan, pintaron toda la pared. Suben y bajan. Se superponen y se alejan. No se separan por más de 0,20 centímetros. Por abajo todo es blanco, el revoque está caído, se amontona de a pequeñas cantidades de manera casi simétrica; parece que el viejo juega. Creo que se cree pintor. Pinta montañitas por aquí, luego las borra y las lleva para allá. Parece que las va a dejar justo bajo las rejas blancas. Parece mal, en una decisión de último momento las llevó hacia la pared trasera. Ahí las dejará, puesto que parece cansado de construir y reconstruir, deja las montañitas contra esa pared más hacia la derecha que hacia la izquierda.
         La pared escondida, esa que se esconde de los jóvenes enamorados, porque conoce los daños que puede llegar a causar el amor. Ella ya no vigila, ahora se dedica a escuchar. Ella a veces sólo mira a las personas de adentro, las mira desde arriba, desde su posición lateral, de patio interno. Un plano bastante bueno si sólo pretendes escuchar. Está ahí arriba. Ella sabe a qué hora se levantan, cuantas veces al día necesitamos una bocanada de aire fresco, ella sabe quien barre, quien lava, quien se tira bajo el sol y quien se siente solo. Todo por ser la murallita que mira hacia adentro. No es diferente al resto, salvo porque la abrupta escalera la interrumpe justo cuando está a punto de terminarse.
         La penosa escalera que la interrumpe de manera matemáticamente perpendicular, de escalones escasos pero altos, también corroídos por el tiempo, vividos por la vida y calados por la naturaleza.
          El monumental tanque de agua caliente no se despega de la murallita que sólo escucha. No ofrece resistencia a la apariencia común del presente paraíso, se diferencia por su normal altura. Insipiente sobre las demás murallitas.
          Por último queda lo improvisto, esa paisaje literalmente vivo, que a veces está y que a veces no. Generalmente vienen de noche, traídos por las montañas de humedad engañosas, por el paisaje camaleónico de irregularidades regulares. Sus porquerías están acumuladas en un rincón, en el que está más próximo a la murallita de que mira hacia los enamorados, en la esquina derecha, justo en ese rincón. Gatos. Vagabundos gatos. Van y vuelven, gatos.
         No hay techo, nunca lo ha habido, nunca lo habrá. Es imperdonable sólo la idea.
        El paraíso no es nada más que un pedazo de mi corazón materializado en descascaradas paredes que perecen perfectas, sobrias y comunes por fuera, indomables y raras por dentro. Existen, si se lo están preguntando. Existe. Es un lugar estáticamente loco. Extrañamente tranquilo. Emocionantemente liberador. Está ensima de mi cabeza todo el tiempo, sólo una continuación de la casa. Un techo, que a su vez, es un piso bastardo.

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